Tenía
un ojo morado. Le observé desde lejos, con disimulo. Sí, no cabía duda. Javier
tenía un ojo morado. No recordaba que los abusones del otro día le hubiesen
pegado en el ojo. Así pues, ¿cómo se había hecho ese hematoma?
El
día anterior no había venido a clase. No lo comprendía. ¿Es que los abusones
del jardín le habían vuelto a pegar? ¿Por qué? Llevaba rompiéndome la cabeza
con el asunto desde que presencié la pelea. Tampoco entendía el motivo por el
cual Javier había guardado silencio. Ese chico era un misterio para mí, un gran
interrogante.
Estábamos
en clase de historia. El profesor, Julián, era un hombre anciano, rayano a la
jubilación, y de carácter amigable y bonachón. Nada que ver con el señor
Roberto. Traté de atender a lo que estaba diciendo:
-Este trimestre,
habrá una nota extra que radicará en un trabajo que debéis hacer por parejas.
El tema será una civilización desaparecida, a elegir por vosotros de entre las
que se mencionan en la página 32 del libro. Yo haré las parejas: Laura, tú irás
con Carlos. Amalia, con Sara. Pedro y Fernando. Nicolás y Sofía. Nerea y Paula.
Alfonso, tú con Rubén -la lista de nombres se prolongó unos segundos más, hasta
que al final…- Y tú, Noelia, te pondrás con Javier. En el tiempo que resta de
clase, podéis sentaros con vuestras parejas para discutir la civilización que
trataréis.
Y
dicho esto, se sentó tras su mesa y empezó a corregir unos exámenes de segundo
curso. Me levanté, imitando a mis compañeros, y me dirigí hacia Javier, que no
levantó la mirada de la mesa.
Me
senté a su lado. Un extraño nudo se había hecho un hueco en mi garganta,
negándose a soltarse, y me costaba hablar. De todas formas, ¿qué le diría? Él
no sabía que yo había presenciado la pelea.
Finalmente,
y con las palmas de las manos sudándome de forma extraña y sin razón aparente,
balbucí con indiscutible torpeza un ridículo “Hola”.
Entonces,
el muchacho se giró hacia mí, clavando su mirada en la mía. Nunca había estado
tan cerca de él, y me asombré. Sus ojos, que en un principio había etiquetado
únicamente como “verdes”, resultaron ser mucho más que eso. Era el color de la
hierba húmeda por el rocío de las madrugadas, el color de las copas de los
árboles frondosos que te cubren del sol y te ofrecen su sombra, el color de la
hiedra que trepa por las paredes desafiando a la gravedad. Eran los ojos más
hermosos que había visto nunca, pero no fue eso lo que me sobresaltó.
Aquella
mirada estaba impregnada de dolor. De un dolor grande, inmenso, innegable,
imborrable. Sus ojos estaban cargados de la soledad que se llora en silencio,
de los secretos que repiquetean contra tu ventana y no te dejan dormir, de la
humillación y el rencor reprimidos tras años de lucha sorda.
Me
pregunté qué podía haberle hecho el mundo a alguien tan joven para marcar así
su mirada.
En
ese momento, Javier esbozó una triste sonrisa de medio lado. ¿Por qué todas sus
sonrisas eran tristes y se quedaban a medias?
-Hola –me dijo.
Su voz era agradable, cálida, aterciopelada.
En
ese preciso instante, y aunque yo no me hubiera percatado de ello todavía,
Javier se convirtió en el boceto de quien más tarde sería la luz que despejase
las brumas de mis sueños.
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