sábado, 25 de enero de 2014

EDDLC - Capítulo 7: En la biblioteca


Viernes, al fin. Segundo descanso. Quince gloriosos minutos para hacer lo que quisiese. Y lo único que quería en ese momento era relajarme.

Por tanto, me dirigí a la biblioteca. Dada la evidente repulsión que la mayoría de los alumnos mostraban hacia los libros, dudaba que hubiese mucha gente allí.

La biblioteca de nuestro instituto se hallaba en la parte posterior del edificio. Era una sala grande y espaciosa, con amplios ventanales que daban al jardín del otro día. Sus paredes se hallaban ocultas por estanterías llenas de volúmenes de consulta y libros del género narrativo, teatral e incluso poético. El centro de la estancia lo ocupaban unas cuantas mesas dispersas a cuyo alrededor se congregaban varias sillas. La mayoría estaban vacías.

Solo había seis personas en la biblioteca: la profesora encargada de la vigilancia, un par de amigos que bromeaban entre cuchicheos tras una estantería, una chica que deslizaba el dedo sobre los tomos de varios libros, otra que escribía con apuro sobre una libreta apoyada en un estante y… Javier. Allá donde fuese, siempre me lo encontraba. No me extrañaría nada que pensase que le seguía. Pero eso no era en absoluto cierto… ¿o sí?

Me mordí el labio inferior mientras le observaba. Era indudablemente atractivo. En ese momento se hallaba sentado en una mesa, dibujando algo sobre un folio. Un mechón de pelo castaño ocultaba parcialmente sus ojos verdes que relucían por la concentración. Fruncía el ceño de una forma que encontré adorable.

Sacudí la cabeza y me acerqué a él con decisión. El miércoles, durante la clase de historia, estuvimos cerca de media hora divagando sobre el tema de nuestro trabajo y la organización del mismo: solo llegamos a la conclusión de que lo haríamos sobre los aztecas.

No habíamos vuelto a hablar desde entonces, y yo tenía varias preguntas que hacerle. Cuando llegué a su mesa, me senté en una silla frente a él y cuestioné a bocajarro:

-¿Por qué no te defendiste el lunes?

Él alzó la cabeza y me miró, confuso. Su ojo derecho seguía mostrando las marcas de un golpe, ahora de un malsano tono verdoso.

-¿Disculpa? -preguntó sin comprender, pero yo no me anduve con rodeos:

-El lunes, después de que esos chicos de segundo te pegasen, en el despacho del director, ¿por qué no te defendiste?

-No sé de qué me hablas –alegó con calma.

-No te hagas el loco. Escuché la conversación desde detrás de la puerta y también vi la pelea. Sé que tú no empezaste, que ellos te provocaron y que tú solo te defendías cuando les empujaste, y a pesar de ello no le dijiste nada al director, asumiste toda la culpa, y yo quiero saber por qué.

Javier me observó unos segundos con los ojos entrecerrados y, después, apretando levemente los dientes, me siseó:

-¿Nunca te ha dicho tu madre que es de mala educación escuchar conversaciones ajenas? –parecía molesto, pero yo no me dejé intimidar.

-Hablo en serio, Javier. Necesito una razón –estaba segura de que tendría que insistir más, pero él se limitó a encogerse de hombros y respondió:

-Vale, es cierto, no me defendí ante el director. ¿Y qué? Me pides una razón que no poseo. Simplemente, ya tengo demasiados problemas como para encima tener que preocuparme por ese tipo de tonterías sobre de quién es la culpa de esto y de lo otro. Es la única respuesta que puedo ofrecerte porque es la única que tengo.

No sé por qué, pero en ese momento no tuve dudas de que Javier no mentía. Sin embargo, había algo más que quería preguntarle:

-¿Quién te ha puesto ese ojo morado? –noté su vacilación antes de responder:

-Aquellos chicos; ¿no dices que viste la pelea?

De igual forma que antes había sabido que no me mentía, ahora ponía la mano al fuego porque sí que lo hacía. Y no me quemaba.

-Sí, la vi, y sé que no te golpearon en el ojo.

-Será que no te acuerdas o no te diste cuenta…

-No, es que no te golpearon en el ojo. Apareciste con él morado el miércoles.

Javier me miró con una expresión indescifrable, y finalmente susurró con tono reprimido:

-Por favor, Noelia, no me preguntes más sobre eso.

El hecho de que se acordara de mi nombre me distrajo levemente de su más que curiosa petición. ¿Por qué no quería que ahondase más en el tema? ¿Qué ocurría exactamente? ¿Quién le habría pegado?

De pronto, bajé la vista involuntariamente hacia la mesa, hacia el folio en el que Javier había estado dibujando, y solté una exclamación ahogada.

-¿Lo has hecho tú? –inquirí anonadada. Era un bosquejo precioso de un dragón serpenteando entre las nubes. Los trazos eran seguros y apasionados, los rasgos de la criatura se definían a la perfección en una melódica armonía. Si me hubiesen dicho que era una foto, y de no ser porque los dragones no existían, me lo hubiera creído tranquila e inocentemente.

-Sí –respondió él. Parecía incómodo.

-¡Es fabuloso! ¿Dónde has aprendido a dibujar así?

-Mi madre me enseñó. Era profesora de arte.

-¿Era?

-Ella… falleció hace unos años.

-Lo siento –murmuré rápidamente, sintiéndome muy violenta por el giro que había tomado la conversación.

-No lo sientas, no fue culpa tuya en absoluto –medio bromeó, y sonrió. Entonces se levantó, cogió el dibujo y se fue, deseándome un buen fin de semana y despidiéndose hasta el lunes.

Me quedé mirando la puerta por la que había desaparecido, pensativa. Había algo distinto, algo que había cambiado y en lo que no caía.

Me levanté yo también y me dirigí a la salida. Un grupo de chicos de primero entraron en la biblioteca riéndose a grandes carcajadas.

Y entonces me di cuenta.

La sonrisa de Javier había sido alegre y sincera.

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