No sé si lo has pensado alguna vez, pero cada momento de la
vida tiene un sabor. Tal vez ya te hayas dado cuenta y yo no te esté contando
nada nuevo. El caso es que las despedidas tienen un sabor amargo, terriblemente
amargo, y como yo siempre he sido más de dulces no me gusta decir adiós.
Porque todos conocemos ese momento en que toca agitar la
mano y contener las lágrimas mientras contemplas impotente cómo pierdes algo. A
veces son cosas sin importancia, detalles que no echarás de menos. En otras
ocasiones, son piezas del puzle sin las cuales el cuadro deja de tener sentido.
Puede que por eso las estaciones de tren sean lugares tristes;
porque allí se han roto muchos cuadros que dejaban tras de sí lienzos
incompletos. Y nosotros intentamos arreglar lo que queda del dibujo, pero como
no somos ningún Velázquez la imagen se queda a medias, coja de un lado o de
otro, eso da igual.
El
caso es que ya no es el mismo cuadro del principio, y de pronto te encuentras
con que no sabes qué colocar en ese nuevo espacio vacío de tu vida.
Porque sí, tienes que colocar algo. A nadie le gustan los
espacios vacíos, creo yo. Por eso buscamos otras cosas que poner ahí, justo
ahí, donde antes había un puesto ocupado y donde ahora ya no hay nada.
Yo soy de esas personas que piensan que las despedidas
duelen. Hay gente que opina que son tan necesarias que no pueden hacer daño, y
fingen que no les destruyen un poquito, y siguen adelante olvidándose de todo.
Y hay gente que no cree en las despedidas porque nunca han tenido que vivir
una. Pero yo puedo dar fe de que no son un mito: existen.
El otro día estuve en una de esas estaciones de tren. Miré a
mi alrededor y vi muchas prisas. Gente corriendo. Gente mirando el reloj. Gente
moviendo maletas. ¿Y las despedidas? Ya nadie dice adiós como se hacía hace
años. Supongo que se debe a todo eso de las nuevas tecnologías, que poco a poco
están haciendo que las ausencias no se noten tanto.
Y no sé si esto es bueno o no, porque a veces ni siquiera
los móviles ayudan a hablar con los que nunca van a volver. Y en esos casos ya
es demasiado tarde para despedirse en condiciones, con un abrazo, un pañuelo
blanco bordado y un abanico de lágrimas que refrescan las mejillas y limpian el
alma.
No, no me gusta decir adiós, pero pensándolo mejor he
llegado a la conclusión de que, por mucho que duela, sí que es necesario.
Aunque a veces prefiramos que nuestro último recuerdo de algo no pertenezca a una
estación de tren. Porque créeme, no quieres irte o ver cómo se van si quedan
cosas que decir.
Así que no tengo mucho más que añadir. Solo eso. Es mi
consejo. Atrévete a cerrar las maletas y a coger el coche. A pronunciar esas
palabras que no podrás volver a repetir. A pintar de nuevo tu propio cuadro,
porque no, no somos ningún Velázquez, pero podemos jugar a convertirnos en
Picasso y decir a todo el mundo que nuestro lienzo tiene más sentido del que
parece.
Y esto sí que es ya una despedida. Pero no de las que
duelen. Yo no me voy para siempre. Seguiré por estos lares mientras se pueda. Y
prometo que, si se diera el caso de que me fuese para no volver, no me
marcharía sin haberos dicho adiós.
Aunque las despedidas nunca hayan sido fáciles.
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